Como en la escuela en la que estudié no había libros en catalán, mi primera lectura deCamí de sirga fue en el instituto. Hasta entonces las descripciones más cercanas de todo lo que me rodeaba provenían de Ramón J. Sender, de su Réquiem por un campesino español, cuya acción situaba al otro lado del río, a pocos kilómetros de mi pueblo. La Mequinenza de Moncada extendía sus límites narrativos hasta la aldea de Sender y abría la puerta a centenares de textos en catalán que complementarían aquella imagen del Bajo Cinca que yo me había forjado, cercana a la de los campos de Castilla de Machado. Aquel paisaje entre el Segrià y los Monegros se me antojaba cercano al que acogía los personajes de Delibes. ¡Qué maravilla leer su Castilla la Vieja cerca de Almacelles! Y cuando llegó Pla, qué lujo, para un lector en formación, que a su paisaje llegue un Empordà tan cercano y tan lejano a la Alcarria de Cela… Y hoy, pensar que Pa negrepuede recorrer el mismo camino en sentido contrario, pues está muy bien.
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¿Puede una parte del Estado disfrazar de lenguas vernáculas la expresión de una parte tan significativa de su población?
Moncada nos enseñó a muchos a recorrer todos los caminos de sirga que ofrecen las literaturas de aquí y de allá. Las imágenes todavía sirven; el mapa de caminos fluviales de ida y vuelta del carbón de Mequinenza que describe el autor; aquel “Ebro que nace en Fontibre” y que recoge las aguas del Cinca, para llevarlas hasta el Mediterráneo; libros y más libros que se acumulan para llenar un mundo que con el tiempo acogería más y más literaturas… Por supuesto, ¿cómo no sentir cercanos a Carlo Levi o John Steinbeck? ¿Cómo no comparar el testimonio de la Guerra Civil de Joan Sales o de Mercè Rodoreda al de tantos escritores europeos?
Todo ello, conviene recordarlo, sucedía en la zona en la que había un porcentaje más alto de catalanohablantes, la Franja de Ponent, y en la que el catalán no tenía ningún tipo de cobertura legal. Exceptuando, claro está, una hora a la semana de lo que en nuestro horario aparecía como “lengua vernácula” para definir aquel pequeño espacio que el profesorado tradicional del colegio miró con recelo absoluto. Imagínense, lengua vernácula. Latinajos para definir catalán.
Hace poco, la consejera Rigau propuso que se estudiaran en todo el territorio estatal el conjunto de lenguas que en él se hablan. La verdad es que me gustó oírselo decir y más después de todo lo acontecido a raíz de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. “¡Qué barbaridad!”, bramaron tertulianos de todo tipo y pelaje. Cada vez que se propone una medida similar se recurre a los demonios del pancatalanismo, del expansionismo y, por supuesto, del nazismo. ¿De veras? ¿Una barbaridad? ¿Puede una parte significativa del Estado disfrazar de lenguas vernáculas, una legislatura tras otra, la expresión de una parte tan significativa de su población y territorio? A mí me cuesta pensar sin Delibes, sin Cela o sin Aldecoa. Es más, no quiero pensar sin ellos. Sitúen esta relación entre culturas en otro país, ¿no les parece absurdo? ¿No les parece vergonzoso que al PP de Aragón le apetezca cargarse hasta la hora vernácula? Pasan los años y las cavernas mediáticas y babélicas siguen ahí, manteniendo y no enmendando, despreciando cuanto ignoran.
Esto es más pesado que recorrer el camino de sirga con el que remontaban el río los laúdes de la novela de Moncada. Lo sabemos todos y lo sabe la consejera Rigau, pero está bien que alguien, al menos, proponga antídotos. El franquismo construyó tantos pantanos en el Ebro que remontarlo hoy es una tarea imposible. El cauce se colmata con lodos y la luz que proviene de esas presas todavía nos ilumina. Necesitamos una buena crecida, mucha agua limpia.
Francesc Serés es escritor.
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