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Hace dos años, tuve la fortuna de pasar unas semanas en el valle de Isábena, concretamente en una casa rural del bonito pueblo de Serraduy. Fueron unos días muy especiales para la familia, pues sabíamos que estaban siendo las últimas vacaciones con nuestra madre, a la vez que fueron unos días bastante agradables, debido también a las personas que nos hospedaban. Todos ellos hablan catalán, cosa que ocurre en toda la comarca, con la misma naturalidad con que respiran oxígeno y beben agua, pues en catalán recibieron las primeras palabras de cariño en la cuna, en catalán se susurran amor los enamorados, en catalán habla Baltasar de sus ovejas xisquetas y en catalán habla Marta con sus hijos y vecinos, lo que no obsta para que Marc, el hijo mayor, sea hincha del Real Madrid.
Seguramente, se sonríen con algunos pronunciamientos recientes vertidos en lugares oficiales y públicos sobre el catalán o con ciertos recelos también recientes de algunos grupos políticos ante la posibilidad de que se nombrara en la futura Ley de Lenguas una palabra proterva: “catalán”.
CON LA APARICIÓN de los nacionalismos en el siglo XIX, muchos Estados emplearon el idioma como instrumento configurador de su identidad nacional. Necesitaban un elemento unificador y entonces optaron por favorecer una lengua sobre las demás. Desde entonces, parece que hablar de la lengua es hablar del país, y viceversa. Sin embargo, las cosas no son tan simples.
Spencer Wells escribe que hace apenas 150 años menos de la mitad de la gente que vivía en Francia hablaba francés (la mayoría hablaba dialectos y lenguas locales). Por la misma época, menos del 10% de los italianos hablaba italiano. Pero la supremacía de una lengua sobre otras en un determinado país no se produce por generación espontánea.
Como el filólogo Max Weinreich dejó escrito a mediados del siglo XX, “una lengua es un dialecto con un ejército y una armada”; es decir, una lengua determinada suele ser considerada solo dialecto o lengua de segundo orden porque no pertenece o no sirve a los intereses del poder constituido. En otras palabras, el medio por el que se comunica un grupo de personas queda relegado al mundo de los dialectos o de las lenguas de menor rango porque otro grupo de personas impone ese estado de cosas.
Este segundo grupo, por supuesto, pensará que su lengua es mucho más rica y potente que el supuesto dialecto del grupo primero. ¿Qué pasaría si este primer grupo, que por decreto habla dialecto, poseyese, metafóricamente, un “ejército” y una “armada”? Sin duda, el dialecto quedaría convertido ipso facto en lengua. Queda por ver qué le sucedería a la lengua anterior, si hubiese perdido su “armada” y su “ejército”.
Otras veces, una lengua se convierte en un parapeto defensivo o, mejor, un pretexto, frente a otra; por ejemplo, frente al invasor-colonizador catalán. Incluso se hace entonces una cabriola hacia el absurdo: cerrar los ojos a la evidencia de los hechos y afirmar que en Aragón no se habla catalán, o que una de las lenguas utilizadas por el pueblo aragonés no es el catalán.
Las demarcaciones políticas no siempre coinciden con la vida de los pueblos y los intereses de algunos grupos políticos no delimitan por decreto los idiomas reales de un territorio.
Sin embargo, hay quienes reaccionan siempre de de una manera bastante sintomática cuando se trata de sus supuestas señas patrióticas: ponen el grito en el cielo, sienten herida sus esencias regionalistas y amenazan con esgrimir su poder (metafóricamente –aunque no siempre–, su “ejército” y su “armada”) para garantizar el monolingüismo oficial. Incluso algunos dan un paso más: tras mutar en posibles víctimas, amenazados o invadidos, dictaminan como mecanismo de defensa que en Aragón no existe el virus que habita en el exterior: el catalán (al menos, no tanto como para declararlo una de las lenguas del pueblo aragonés).
CIERTAMENTE, la lengua es un elemento definitorio de primer orden de la cultura de un pueblo y una de sus principales señas de identidad. Se calcula que se necesitan de 500 a 1.000 años para que una determinada lengua se configure como tal, distinta de las lenguas hermanas. De hecho, es suficiente con pensar en el idioma en que usted está leyendo este periódico: se trata de una varilla magnífica, pero una varilla más, de un abanico denominado “lenguas romances”, cuyo desarrollo duró unos 1.500 años. Todo eso es riqueza.
Una lengua añade, suma, agrega, acrecienta el tesoro y el patrimonio cultural y humano de un pueblo. Es evidente que una lengua no quita nada a otra, no resta cultura a nadie. Y en Aragón somos especialmente ricos, pues tenemos una historia que debería llenarnos de orgullo y en nuestra tierra se habla castellano, aragonés y catalán.
Cuando se da la espalda o se infravalora a una lengua del pueblo, puede perderse un trozo de la vida real de nuestra gente, de nuestra historia y de nuestra cultura…
Profesor de Filosofía
¿Qué se habla en Serraduy? – Opinión – www.elperiodicodearagon.com.
Vis per Purnas en o zierzo
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