Me duele mi lengua.

El mar de las lenguas de Aragón anda revuelto. Desde la aprobación de la nueva ley de lenguas, en las que se sustituyó su nombre propio, aragonés y catalán, por esos conocidos aforismos, hasta el inicio de este nuevo curso, las noticias alrededor de las lenguas han venido emergiendo en los medios.

Sin embargo, la realidad, la esencia de este debate, sigue siendo asignatura pendiente para una inmensa mayoría de los aragoneses porque no se ha realizado la necesaria labor educativa o pedagógica para que la opinión pública cuente con los mimbres necesarios para tejer este cesto. No es mi pretensión mitificar, ni siquiera desmitificar, pero al menos sí ofrecer algunos de los mimbres sobre los que cada quien construya su cesto.

El aragonés, lengua aragonesa, fabla o lengua aragonesa propia del área pirenaica y prepirenaica, existe. Es una lengua románica, derivada del latín, y forma parte del área íbero-romance de la que también forman parte el catalán, el asturiano y el gallego, al igual que el castellano. Su número de hablantes no ha dejado de menguar, al mismo ritmo que la población de la zona aragonesófona, y precisamente por ese motivo, aunque las causas sean variadas.

El aragonés se habla a través de sus variedades, o dialectos, vivas, como todas las lenguas naturales del mundo, es un producto humano, cultural y solamente las lenguas artificiales como el esperanto tienen una forma unívoca de realizarse. El castellano no deja de serlo en «vosotros decidisteis/vosotro desidistei/ustedes desidieron», simplemente son variantes dialectales de una misma lengua de las que alguien, léase autoridad lingüística, decidió que una de ellas sería la normativa, siguiendo determinados criterios y no arbritrariamente.

Hablar una u otra lengua no añade al individuo ninguna característica, creencia o ideología que no pudiera tener sin ella. No le hace más alto ni más guapo, no le hace poseedor de la verdad ni marcado por la gracia de los dioses. Ni tampoco ser mártir de ninguna causa, ni siquiera la defensa de su propia lengua.

Desde un punto de vista pragmático, la enseñanza del aragonés aporta escasos réditos. Nadie, en el momento actual, se labrará un futuro mejor con conocerla, ni nadie tendrá una consideración social mejor, o será más popular por ello. Al igual que la ayuda al desarrollo o la solidaridad no tiene influencia directa en nuestra mejora de vida.

Sin otro medio reglado, escuela o administración, el único método de transmisión de la lengua es el generacional, de padres a hijos, basado en la oralidad, con ausencia de registros escritos. Y es este método el que ha mantenido hasta hoy al aragonés, pero será muy difícil que lo pueda mantener mañana.

Debemos resignarnos, pues, de no comenzar una actuación de políticas de fomento rápidas y atractivas, el declive de nuestra lengua será irreversible. Pero incluso las tímidas medidas que se han adoptado hasta ahora han chocado con la desidia, la pragmática populista, la batalla política y, porqué no decirlo, la ignorancia y la egolatría imperante en estos ámbitos, tanto desde personas como de instituciones.

El aragonés es una lengua que ha condenado a sus hablantes a ser analfabetos, por mucho que me duela decirlo, por personas que no han tenido la oportunidad de leer obras literarias en su lengua, ver el informativo de televisión o un periódico en su lengua, optar a aprender a leer y escribir en su lengua. Nuestra lengua ha sido, y es hasta ahora, un fardo molesto para sus hablantes, que les ha tildado de bastos o ignorantes, que les ha obligado a su renuncia y desprecio como un trasto viejo e inútil solo adecuado para el entorno más próximo y oculto para cualquier relación social o idea de progreso.

Me duele mi lengua, no quisiera que los aragoneses pasáramos del «ojos que no ven, corazón que no siente» al «muerto Juan, le dieron caldo». Me duele mi lengua, y no paro de oír en mi cabeza esas palabras que un día me dedicó mi padre: «Con lo que a mí me ha costado olvidarla, y ahora tú quieres aprenderla».


Miguel Anchel Barcos. Zaragoza