Fernando Blanco. Del exilio francés a Calaceite | FronteraD.
“Los trabajadores de las fincas no se llaman Pedro, Antonio, Miguel…”, dijo el nuevo dueño del bar de la avenida de Cataluña en Calaceite, un rumano que llegó a este pueblo de Teruel unos diez años atrás y que tuvo la suerte de que el antiguo propietario, comunista, al saber de su nacionalidad decidiera emplearlo. Las cosas le fueron bien, pues pilló los que ahora se conocen como “años dorados”, se trajo a su mujer y juntos gestionan el bar, en el que no noté más diferencia respecto a tiempo atrás que el acento del jefe. Estaba desayunando mientras esperaba junto a otro par de madrugadores –una pareja que salía de las catacumbas del grunge– a que apareciera el autocar de la Hispano Igualadina en dirección a Barcelona. Acababa de pasar un fin de semana largo haciendo fotos en Calaceite y el hombre había tenido que verme cámara en ristre. Eso dio pie a que me mostrara un libro de fotografías dedicado a las mujeres del pueblo, donde aparecía su mujer como una calaceiteña más. Me figuré por eso que iba a soltar una ristra de nombres de jornaleros de países del Este o del norte de Europa, pero dijo: “No: se llaman ‘Número tal’ y ‘Número tal otro’. Si el encargado tiene que hablar con alguno lo llama ‘eh, tú, número tal’, y si alguno de los trabajadores quiere hablar con el dueño, no puede hablar directamente, ¡tiene que pedir día y hora!”. Que este hecho escandalizara a un hombre llegado de la depauperada Rumanía, el país donde gobernaron los Ceaucescu, parecía una señal fiable del deterioro de las condiciones de trabajo en la zona del Matarraña.
Así estaban las cosas a primeros de agosto de 2012, con la crisis económica a galope tendido, y los campos de almendros y olivares que rodean los pueblos de la comarca a punto para la recogida. Si hay una persona en Calaceite que nunca toleraría ser tratado como un simple número, pensé, porque nunca ha tolerado que se le trate como a un simple número, ese es Fernando Blanco.
Cuesta creer que Fernando Blanco tenga 82 años. Al margen de un problema en la vista, se le ve en buena forma y con una envidiable claridad de ideas. Sorprende, cuando una averigua que nació en Lérida en 1930, su clara dicción en castellano, la ausencia de acento catalán. Fernando pasó parte de su infancia en Burgos, de donde era su madre. En la capital castellana, “beata y fascista”, decidió buscar refugio el padre, Teodoro Blanco, comandante del castillo de Lérida durante la Guerra Civil española en el bando republicano. Acabada la contienda y en pleno periodo de represalias y ejecuciones, cuando se había puesto precio a su cabeza, se dijo que a nadie se le ocurriría buscarlo en la ciudad cogollo de los franquistas y allá se trasladó la familia. Teodoro Blanco fue apresado cuando la sed de venganza había remitido y había terminado, en palabras de Fernando, “el ansia de matar”. Sin embargo, recuerda, si su padre se salvó de una condena a muerte segura fue porque se ocupó del caso un coronel, abogado, franquista, sí, pero que sabía que desde el bando de la República el comandante Blanco se opuso repetidamente a la ejecución de personas culpables… de acudir a la iglesia. Ningún testigo compareció para acusarlo y se zafó de la pena capital.
“¡Por ir a la iglesia no los iban a matar!”, protesta Fernando, y en boca de un firme y jocoso anticlerical como él la frase dice mucho de su carácter. De estos primeros años de posguerra él recuerda y subraya “el hambre y la miseria”. Lo dice en el tono de haber pensado a menudo en ese tiempo y en las prioridades que marcó. Precisamente de la “hambruna” que siguió a la guerra hablaba no hace mucho el cineasta Carlos Saura, explicando que, junto al frío, marcaba el contexto de su película ¡Ay Carmela! Una vez liberado el padre, el matrimonio Blanco, que tendría siete hijos, se trasladó a Barcelona. El joven Fernando aguantó en España hasta 1955, y para entonces, cuando con 25 años se exilió en París, había realizado cursos de dibujo en la Llotja, se había empleado en distintos oficios y militaba en el grupo Fomento Obrero Revolucionario, de ideología trotskista-anarquista. Llevaba una carta de presentación para el célebre poeta surrealista francés Benjamín Péret (1899-1959) que militaba en la sección francesa del FOR. Péret es hoy conocido para unos pocos, pero en la época era famoso, además de por su militancia política, que lo llevó a defender al bando republicano español, por ser, junto con André Breton, uno de los fundadores del movimiento surrealista. El encuentro con Péret fue sin duda el hecho más significativo en el plano artístico y el que ha dejado una huella más profunda en la memoria de Blanco, no solo por la simpatía personal que surgió entre los dos hombres –al mencionarlo, asoman a su sonrisa la complicidad y los recuerdos de una amistad que marcó su juventud–, sino también porque le ofreció un contexto artístico, el del surrealismo, al tipo de imaginación que Fernando Blanco cultivaba en sus dibujos.
El autor de Je ne mange pas de ce pain là y el joven exiliado español se trataron con frecuencia, hasta la muerte del poeta en 1959. Péret, que había participado en la Guerra Civil española, y estuvo exiliado en México y en Brasil, lo introdujo en los círculos anarquistas y surrealista de París o… como añadía con sorna el poeta, “lo que queda del surrealismo”, que casi podía resumirse en la figura de su gran amigo Breton. Péret y Breton, que falleció en 1966, yacen en tumbas próximas en el cementerio parisino de Batignolles.
La emigración a Francia de los años 50 tuvo un carácter más político que la que llegó en las dos décadas siguientes, que estaba menos ideologizada y tenía objetivos básicamente económicos. Aunque el impacto que pudieron experimentar unos y otros fue parecido ante la libertad de costumbres que se respiraba en la Francia laica y republicana es posible que los exiliados de los años 50, que se integraron plenamente sin dejar de ser españoles, establecieron una relación menos superficial que quienes lo hicieron movidos por la oportunidad de aprovechar la eclosión económica europea de los años 60 y 70, una eclosión que, de la mano de la publicidad y de los nacientes estudios de mercado, provocaron una revolución social que sirvió para desideologizar a una parte de la clase trabajadora, aunque también para alimentar distintas corrientes de pensamiento crítico, desde la izquierda, a veces en tono satírico pero no solamente.
Películas de estilos tan diferentes como Rogopag (de Rosselini-Godard-Pasolini-Gregoretti), La dolce vita (de Federico Fellini) y Tout va bien (de Jean-Luc Godard), ilustran bien el cambio de costumbres, los intentos de sedar ideológicamente a las clases trabajadoras proporcionándoles bienes de consumo a bajo precio, la relajación de la mano de hierro de la Iglesia y los conatos –a veces pintorescos– de la intelectualidad de izquierdas por servir a la causa de los trabajadores. Precisamente estos años fueron para Fernando Blanco y su mujer, Luisa Rebollo, a la que conoció en la capital francesa, los más plenos y felices.
Por entonces cultivaba el dibujo y el grabado pero no a tiempo completo –hasta hace muy poco tiempo, Blanco ha sido uno de los escasos grabadores que han trabajado la manera negra, o mezzatinta, la técnica más difícil–. La exposición itinerante que conmemora la figura de Walter Benjamin, en el 70 aniversario de su muerte en Port Bou, incluye un grabado suyo, la única mezzatinta en una colección de obras que reúne hasta a cien artistas, Eduardo Chillida entre ellos. También la Biblioteca Nacional tiene catalogada una manera negra suya: Hipocampo. Tierra-mar. Exiliado en París, Blanco no se planteó entonces emprender una “vida de artista” profesional.
Benjamín Péret, que ejercía de crítico de arte y se movía entre galeristas y creadores, mostró interés por sus obras y le animó a profesionalizarse; ponía a su disposición los contactos, la oportunidad de exponer y de lanzarlo. Pero Blanco, pese a la reputación de Péret como crítico duro y respetado que se expresaba sin pelos en la lengua, un carácter y una posición que daba más peso a cualquier juicio positivo suyo, tenía presente el recuerdo de tanta penuria pasada y no era amigo de dar saltos en el vacío ni de jugar a la bohemia.
Prefirió conservar la independencia, paradójica, que consiente un sueldo, entendiendo, como Jean-Jacques Pauvert, el gran editor de los surrealistas, que nadie tiene más jefes que un artista. Las jornadas de trabajo en aquellas décadas eran largas y duras, una paliza de horas de trayecto de ida y vuelta del trabajo a casa. Pero era también el apogeo de las reivindicaciones y la lucha obrera, con su traducción en huelgas, despidos y ficha policial por militancia “revolucionaria”. Mayo del 68 en París supuso un punto de inflexión. Por más que la corriente revisionista de los últimos años ha intentado condenar el movimiento caracterizándolo como una fiebre de los jóvenes burgueses antes de integrarse de cabeza en el sistema, lo cierto es que muchos universitarios de las capas medias comprendieron que se les preparaba para convertirse en los futuros muñidores del sistema y quisieron cambiar las reglas del juego. En mayo del 68 Fernando trabajaba en la factoría Citroën y participó en primera fila en las huelgas. A los jóvenes universitarios que fueron a trabajar a las fábricas solía decirles que los obreros podían necesitar de los universitarios su palabra y su formación intelectual para actuar de portavoces de reivindicaciones coincidentes, lo que no necesitaban era su sentimiento de culpa.
Lo fácil sería dar por sentado aquí el analfabetismo de los trabajadores y la formación intelectual sin destino de los jóvenes universitarios, pero no estamos hablando de España sino del exilio en Francia, por lo que no se puede obviar el poso de memoria que dejaron en la época la guerra española y la Segunda Guerra Mundial; sería olvidar, además, el papel que la palabra, el discurso hablado y escrito, tenía socialmente, antes de que la televisión causara el efecto que ya conocemos de fascinación y adocenamiento.
Despedido de la Citroën, había que buscar otro empleo. Fernando Blanco cuenta que al presentarse ante el que lo iba a contratar le advirtió de que no se molestara en pedir referencias, pues le dirían que era un revoltoso, un revolucionario, “uno de esos que, ¡uy!, ponen bombas y cócteles molotov”. Pero habían llegado los años del relevo del general Charles De Gaulle por Georges Pompidou: el discurso cambia al centrarse en políticas de industrialización y modernización. La empresa en cuestión, conforme con los tiempos, centraba su interés en “ganar dinero” y reclutaba a los mejores profesionales –y así era considerado Blanco–, por lo que hizo caso omiso de fichas políticas. La lucha obrera cobra verdadero sentido, afirma Blanco, si uno es o trata de ser el mejor en su campo. “No vaya a hacer de las suyas”, le advirtió el ingeniero que lo empleó. “¡Si son ellos, que provocan!”, se ríe ahora Fernando.
En esta última etapa en Francia se hace cargo de la parte mecánica de la fabricación de simuladores de vuelo para un avión que es la niña bonita de Francia: el Mirage. El ingeniero tenía plena confianza en él por lo que nadie más tenía permiso para introducir cambios en los planos: “¡No entiendo cómo no se caían!”, exclama Fernando al recordar los errores que sus colegas no corregían, poniendo en peligro el plan de simulación. Sin embargo, los años revoltosos le pasaron factura –“la policía no nos dejaba en paz”, a causa de su militancia anarquista– y los Blanco decidieron adelantar el regreso a España. Tras un tiempo en Barcelona, se instalaron definitivamente en una de las casonas medievales del casco antiguo de Calaceite. La estupenda conservación del pueblo se debe en buena medida a las ayudas en condiciones ventajosas que concedía el Gobierno de Aragón para la restauración y rehabilitación del patrimonio histórico y que han ayudado a evitar la despoblación de pequeños municipios.
Imán cosmopolita
A partir de los años setenta, el pueblo empezó a atraer a un grupo de artistas e intelectuales que le dieron renombre y lo han convertido en capital cultural de la comarca del Matarraña. El novelista chileno José Donoso –que escribiría El obsceno pájaro de la noche precisamente durante su época española–; el poeta y traductor Ángel Crespo, que llegó en 1986 con su esposa Pilar Gómez Bedate tras una fructífera estancia en Puerto Rico; el traductor y escritor chileno Mauricio Wácquez, y artistas plásticos como Ràfols Casamada, Maria Girona y Teresa Jassà, entre otros, están ligados a la historia de Calaceite y a una efervescencia que se prolongó hasta mediados de los años noventa, gracias también a la Fundación hispano-francesa Noesis –fundada por el profesor y narrador francés Didier Coste, cuya controvertida personalidad aún se recuerda en el pueblo–, que becaba a artistas plásticos y a escritores, en su mayoría hispanos y francófonos. Eran becas-residencia de un mes, a disfrutar entre julio y septiembre. El pueblo se llenaba de color, vitalidad, anécdotas e intercambios muy fecundos.
Blanco era entonces responsable del taller de grabado de la fundación y con él hizo sus pinitos en la plancha de cobre un joven pintor hoy reconocido, Tung Wen Margue (de orígenes chino-luxemburgueses), que ilustró con grabados a la manera negra el texto más que hermético del escritor francés Michel Falempin, Góngora parmi les ombres (Góngora entre las sombras), que se publicó posteriormente en la colección Parvula, de Noesis.
Cuando la Fundación Noesis cerró sus puertas, en 1996, el flujo de artistas que llegaban cada verano se interrumpió y, con los años, al ir muriendo los mayores –Crespo, Wácquez, Jassá…–, aquel ambiente artístico cosmopolita, residuo de los setenta que unos y otros supieron conservar, se ha esfumado casi por completo, lamenta Blanco.
Grabados, dibujos, collages
Nunca ha pretendido ser un artista académico, pero sus creaciones no son las de un aficionado. Se observa la huella surrealista en el gusto por los juegos de palabras y retruécanos con que titula sus collages, grabados, mezzatintas y objet-trouvés. En la galería Alegría de Barcelona, donde se ha mostrado una amplia selección de sus collages, le reclaman, cuenta Blanco risueño, “más monjas lascivas y curas lúbricos”. Pero parece verdad lo que decía André Breton: “Hoy nadie se escandaliza; la sociedad ha encontrado maneras de anular el potencial provocador de una obra de arte, adoptando ante ella una actitud de placer consumista”.
Los temas de Blanco evocan sin disimulos el imaginario surrealista, la liberación creativa y sexual de los años 70 y las fobias anarquistas: ahí están los jerifaltes de la Iglesia –curas de a pie y arzobispos, papas y monaguillos, Rouco Varela con su sobrina enseñando ubres en Interviú y un santoral para tiempos laicos: San-dalio–. Están los militares y sus coloridas variaciones –la Legión, tenientes, caudillos europeos y africanos–, la monarquía y sus privilegios, o las celebraciones católicas, como esa plasmada en un gran collage donde parece representado Jesús con los doce apóstoles, que el cura del pueblo, de visita en casa de los Blanco, celebró satisfecho–: “¡Ves como eres algo creyente! ¡La Santa Cena!”. “No –le corrigió Blanco–. Es La Merienda Cena”. El celoso defensor de la ortodoxia católica reaccionó marchándose de la casa. La Merienda Cena, aquella que el poeta Jaime Gil de Biedma definía como “encantador expediente familiar que sospecho ya extinguido” en su Revista de bares (o apuntes para una prehistoria de la difunta gauche divine), publicado por Galaxia Gutemberg bajo el título Variedades, 1964-1979, un texto seguramente inspirado por el Manual de Saint-Germain, de Boris Vian.
Yo diría que Fernando Blanco sostiene un debate político con el presente. Es como si sus collages pretendiesen ponerle freno con una guasa tranquila la indignación que le provocan los desmanes de nuestra democracia y sus representantes, mientras en su maneras negras, como dice él, “el entusiasmo sale a la luz”. Sin querer que suene a epitafio, una vida cumplida sin abdicar de sus convicciones y lealtades.
María José Furió es escritora
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