La aprobación de la nueva versión de la Ley de Lenguas de Aragón ha tenido una notable repercusión en los medios y en las redes sociales, fundamentalmente por su decisión de referirse al catalán de Aragón como la lengua aragonesa propia del área oriental (LAPAO), esto es, de escamotear el término catalán en la denominación de lo que se habla en dicha área.
A mí, personalmente, no me ha sorprendido ni la decisión de las Cortes de Aragón (apoyada por la derecha política, el PP y el PAR) ni, por supuesto, la airada reacción en contra de las restantes fuerzas políticas aragonesas (más o menos de izquierdas). Tampoco me ha sorprendido, de hecho la comparto, la desaprobación de cuantos lingüistas profesionales se han pronunciado al respecto. Pero lo que menos me ha sorprendido es la también airada reacción de los nacionalistas catalanes, que han visto en ello un ataque a la unidad de su lengua (quizá muchos de los que ahora se rasgan las vestiduras deberían revisar sus críticas al “imperialismo” del Instituto Cervantes o de la Real Academia Española en lo que respecta a la unidad de la lengua española).
En esta breve reflexión me gustaría intentar separar (en la medida en que ello sea posible) la ideología política de la lingüística, para intentar comprender mejor qué hay detrás de cada una de esas reacciones.
Pero primero unos hechos básicos para centrar la discusión. Todos los seres humanos hablamos nuestro propio idiolecto. Cuando los idiolectos de varias personas son muy similares, decimos que hablan el mismo dialecto (o la misma variedad). Cuando los dialectos de varios grupos son muy similares, decimos que hablan la misma lengua. Nadie habla una lengua directamente, sino (simplificando) un idiolecto que pertenece a un dialecto que pertenece a una lengua. Los dialectos son grupos de idiolectos similares y las lenguas son grupos de dialectos similares. No hay más misterio. A nadie se le ocurre poner un nombre a los idiolectos (necesitaríamos al menos tantos nombres como personas), pero sí es útil poner nombre a los dialectos y a las lenguas, al menos desde que el primer grupo de humanos se encontró con otro que hablaba diferente.
El criterio lingüístico para determinar si dos dialectos forman parte de la misma lengua o de dos lenguas distintas se basa esencialmente en el grado de semejanza y en el origen histórico (que suele ser la fuente de la semejanza, aunque no exclusivamente). Empleando con los estándares habituales el criterio de la semejanza (fonética, léxica y morfosintáctica) y el del origen histórico, no cabe ninguna duda de que lo que se habla, junto con el español, en el área oriental de Aragón es un dialecto (o más de uno) del catalán, de la misma manera que, usando los mismos criterios, cabe decir que lo que se habla en México, Colombia y Argentina (hecha excepción de las lenguas amerindias) son dialectos del español. Quien piense que la LAPAO no es un miembro del grupo dialectal catalán debería revisar su definición de qué es la lengua española, incluso dentro de la península.
Por su parte, los criterios históricos para denominar las lenguas y dialectos son variados y prolijos de repasar, pero en general se ha impuesto (en Europa al menos) el criterio territorial, de manera que se denomina a la lengua y al dialecto en función del territorio en el que viven (o del que proceden) las personas que los hablan (castellano de Castilla, catalán de Cataluña, italiano de Italia, piamontés del Piamonte, etc.).
El problema, claro, es que las fronteras entre lenguas y entre territorios no necesariamente coinciden: las fronteras entre lenguas son difusas y continuas, mientras que las fronteras políticas son precisas y arbitrarias, como las líneas sobre un mapa. Esto normalmente se resuelve ignorando la inexactitud geográfica a favor de la semejanza idiomática, de manera que hablamos del inglés en EEUU, del español en Colombia o del francés en Quebec (aunque sabemos que son dialectos en ocasiones muy diferentes de los del territorio de origen). No ha sido así en el caso de la nueva ley de lenguas aprobada por las Cortes aragonesas, que ha privilegiado el criterio territorial sobre el lingüístico: no lo llamamos catalán porque esto no es Cataluña, sino Aragón. No se pudo usar la misma estrategia de la Comunidad Valenciana (donde llaman oficialmente valencià a su dialecto del catalán) porque en Aragón también hay aragonés (variedad que filogenéticamente no pertenece ni al español ni al catalán). Pero el objetivo es el mismo: proyectar una frontera política sobre una realidad lingüística, como si pudiera haber corzos españoles y corzos franceses en el Pirineo.
¿Por qué los partidos de derechas aragoneses (y por qué muchos de los hablantes del catalán de Aragón) no quieren denominar catalán a este dialecto?
Para mí es evidente que la razón no es que crean realmente que esos dialectos no son catalanes (aunque algunos afirman creerlo), sino por una mezcla (variable en su composición) de nacionalismo aragonés, nacionalismo español y oposición al nacionalismo catalán. Esto es un conflicto de nacionalismos, no un conflicto científico sobre la filiación genética de una lengua. Los nacionalistas catalanes, que suelen incluir los territorios orientales de Aragón en sus mapas de los països catalans (asumiendo que donde se habla catalán es Cataluña), no han ayudado mucho en esto, desde luego, especialmente desde que el catalanismo se ha hecho activamente independentista.
¿Y por qué los partidos de la izquierda (incluyendo los nacionalistas aragoneses de CHA) consideran que se debe usar el criterio lingüístico y no el territorial para la denominación? Una posible respuesta es que las personas de izquierdas son más sensibles a la opinión de los expertos en clasificación genética de las lenguas que las personas de derechas, pero es poco probable que la opinión que uno tenga de la sanidad pública o privada, del libre comercio o del nivel impositivo ideal se correlacione con la capacidad de juicio racional, lo que pone de manifiesto que el criterio científico en realidad es irrelevante para unos y para otros (si te viene bien lo usas, y si no, lo ignoras). Y es lógico que así sea, puesto que en realidad la denominación científica de una lengua, aunque suela coincidir con la denominación común, es independiente de la legislación y de las denominaciones de las lenguas propuestas por los gobiernos u otras entidades administrativas (y hasta por los hablantes). Así, por mucho que la nueva ley recién aprobada escamotee el término catalán en la denominación de la lengua hablada en el área oriental de Aragón, los lingüistas la seguirán tratando a efectos de investigación y descripción como un dialecto del catalán -que es lo que es- y sus hablantes seguirán hablando dialectos catalanes, aunque sean propios de Aragón.
Es posible que si el catalán (como suma de dialectos catalanes), en lugar de catalán, se denominara, pongamos por caso, iberorromance oriental-1 nadie objetaría que al catalán de Aragón se lo denominara iberorromance oriental-1.7, pero las cosas no son así, porque las lenguas no son animales o vegetales, sino sistemas de conocimiento y de comunicación que se insertan en la identidad de las personas. Imaginemos que una administración acuerda que su variedad local de oveja no pertenece a la especie de las ovejas (Ovis orientalis) y se inventa un nombre para una nueva especie (p.e. Ovis Villabajensis). Eso es lo que ha hecho el gobierno de Aragón. El problema es que la ocurrencia con la oveja no tiene mayor repercusión que la hilaridad de los taxónomos, mientras que la ocurrencia con la lengua, a la hilaridad de los lingüistas, suma una posible afección a la vida de los hablantes. Éstos, por cierto, parecen bastante divididos al respecto, algo irrelevante para el lingüista (sería como preguntarle a la oveja a qué especie pertenece), pero que debería ser necesariamente relevante para los políticos. ¿Lo ha sido?
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