Esta ley pretende frenar la imposición de lenguas ajenas y liberar a los aragoneses de la imposición de hablar lo que no hablan y de sentir lo que no sienten». Así se expresó ayer la portavoz de Educación y Cultura del PP en las Cortes de Aragón, María José Ferrando, justo antes de aprobar, con los votos de su formación y los del Partido Aragonés (PAR), la nueva Ley de Lenguas.
Una Ley que no se contenta con tratar de lenguas ajenas e impuestas el aragonés y el catalán hablado en la Franja, sino que además les cambia el nombre: la primera pasa a llamarse Lengua Aragonesa Propia del Área Pirenaica y Prepirenaica (Lapapyp) y la segunda Lengua Aragonesa Propia del Área Oriental (Lapao). Junto al desnaturalizador cambio de denominación, la nueva Ley echa por tierra los pocos avances conseguidos por la anterior norma -aprobada por el PSOE y la Chunta Aragonesista (CHA)-, deja de reconocer el aragonés y el catalán como lenguas propias de Aragón y, por lo tanto, limita a una difusa voluntariedad el uso de ambas lenguas en la educación y la Administración local. Unos extremos que chocan frontalmente con la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias, documento que forma parte del cuerpo jurídico español desde el año 2001.
Otros avances previstos por la anterior Ley, como el Consejo Superior de Lenguas y las dos Academias de la Lengua -una para el aragonés y otra para el catalán-, también caen en saco roto, ya que se diluyen en una única Academia Aragonesa de la Lengua, cuyas funciones no quedan aclaradas para nada. Además, textualmente, la nueva norma no reconoce lenguas, sino simplemente la «existencia de modalidades lingüísticas». Una medida que ha contado con el rechazo frontal del CHA, IU y PSOE, así como de las diversas plataformas y entidades que trabajan a favor de la normalización de ambas lenguas, que ven en la nueva Ley el toque de gracia a la limitada política lingüística que se seguía hasta ahora.
Esto es así sobre todo en el caso del aragonés, lengua hablada o conocida por 11.000 aragoneses y que está incluida en la lista de la UNESCO de lenguas en peligro de extinción. Un idioma restringido durante largo tiempo a los valles pirenaicos y que con el esfuerzo de las últimas décadas empieza a extenderse poco a poco en zonas urbanas. En palabras del responsable de colla lingüística de Puyalón de Cuchas, Chuserra B., la nueva norma responde «a la obsesión de los partidos españolistas, que han intentado desde hace décadas negar la existencia y unidad de la lengua». Añade que «una lengua tiene una serie de connotaciones históricas, científicas, territoriales y sociales por las que su nombre no puede cambiarse unilateralmente de la noche a la mañana», pero advierte de que no pueden esperar nada del PP, que se dedica a ridiculizar el aragonés, llamándole «español mal hablado», «chapurriau», «patués» o asegurando que el klingorn (ficticia lengua vernácula del universo de Star Trek) tiene más hablantes.
Un nombre más para el catalán
La lengua catalana consigue, con el Lapao, un nombre más, que se suma al del valenciano y el mallorquín, impulsados por el PP de cada territorio -hasta el PP catalán y Ciutdadans han criticado el cambio de nombre-. Pero según el sociólogo Natxo Sorolla, del Matarranya (Franja de Ponent), «la cuestión se ha centrado mucho en el nombre, tapando la discusión real que se debía hacer sobre el papel del catalán en la educación, en la Administración o en otros ámbitos».
Según Sorolla, la decisión de las Cortes aragonesas «muestra la radicalización del discurso y de la política lingüística del PP de Aragón», cuyo objetivo es garantizar «un territorio monolingüe donde solo se hable el castellano», dejando el catalán y el aragonés «en una situación de desprotección absoluta». Este activista, que trabaja sobre el terreno en defensa de la lengua, explica que, según los últimos datos, la competencia de los ciudadanos de la Franja en lengua catalana es muy alta -«en torno a nueve de cada diez lo conocen»-, pero que su uso, sobre todo entre los más jóvenes decae a marchas forzadas y que ya no es la lengua en la que interactúan mayoritariamente. «Estamos en un punto de inflexión en el que sería esencial hacer cambios para proteger la lengua, pero la nueva Ley va justo en sentido contrario», explica Sorolla.