Origen: La identidad nacional vs. la identidad cultural. Una reflexión desde la Franja | L’ esmolet
[Artículo publicado en la revista Crisis #07, adaptación de la ponencia para la mesa redonda del 24 de septiembre de 2014, en la Biblioteca de Aragón.]
Tengo que empezar con una confesión: cuanto más viejo me hago, menos claro tengo el significado de ‘nación’, y mucho menos en qué consiste esto de «identidad nacional».
Quizá la definición de «comunidad imaginada» de Benedict Anderson sea la que más me agrada, precisamente porque lo deja todo en el aire, mejor dicho, en la mente (en la imaginación) de cada uno de nosotros. Y más en estos tiempos donde el debate sobre lo que es o no es nación está en su punto álgido.
Hay un intento por insertar en nosotros el sentimiento de pertenencia a una identidad nacional. Desde siempre. Pero ahora, aquí en España y en Aragón parece que la cosa se ha recrudecido. Molesta que el vecino se «sienta» algo que nosotros no creemos —o no queremos— que sea. Y le tiramos a la cabeza nuestros argumentos (ya saben: que si nunca fueron reino, etcétera…) pensando que así les haremos entrar en «razón» (la nuestra), sin ni siquiera plantearnos nuestra propia identidad.
Pero a los que vivimos en la Franja oriental de Aragón todo se nos complica un poco más. ¿Qué somos? ¿Qué debemos ser? ¿Qué se espera que seamos? Si pudiéramos mirarlo limpios de prejuicios —como lo haría un extraterrestre— la respuesta sería sencilla: somos aragoneses de lengua catalana. Pero parece que tal cosa no puede ser, que es una anomalía, que molesta. Por eso nuestra identidad nacional —digo nacional por decir algo— está siempre en conflicto. Hablamos como los catalanes y valencianos pero somos aragoneses de pura cepa. Ese ‘pero’ es lo que sobra: hablar catalán es una manera genuina, la nuestra, de ser aragonés.
A veces nos lo ponen tan difícil que dudamos. Ante el desconcierto, algunos optan por desprenderse de ese atributo perturbador del idioma y se «sumergen» en la confortable aragonesidad castellana imperante. Otros, sintiéndose rechazados y desamparados, hacen justo lo contrario: renuncian a definirse como aragoneses para acogerse a otras identidades más respetuosas con su herencia lingüística. Creo no equivocarme mucho si afirmo que ambas posiciones no son las mayoritarias.
Entonces, ¿qué pasa con esa mayoría que compone el resto? Pues aparentemente no gran cosa. Vamos tirando. Si nos habla un catalán, nos haremos los simpáticos con él. Y si estamos con un zaragozano, pues lo mismo.
No, no somos unos «Zeligs» a la manera woodyalleniana, ni tampoco unos hipócritas. Lo que pasa es que, consciente o inconscientemente sabemos que compartimos identidad con ambos, los de levante y los de poniente. Por tanto lo más natural es intentar sentirnos a gusto con nuestro interlocutor, que él se sienta cómodo con nosotros. Una muestra ilustrativa de esta actitud es que algunos estudios en torno a las tradiciones y la literatura oral, han tenido resultados diferentes si los entrevistadores procedían del Aragón castellano o de una comunidad catalanohablante. [1] El grupo de rock Los Draps, de Peñarroya de Tastavins, describen esta dualidad en su canción Terra de frontera: «Polacos a l’est, /Baturros a l’oest, /ja no volem saber qui som, / volem lluita / volem dignitat; / per la nostra terra, / per la nostra llengua» («Polacos al Este, / baturros al Oeste / ya no queremos saber quienes somos / queremos lucha / queremos dignidad; / por nuestra tierra, / por nuestra lengua»). Más claro no se puede decir —porque alto, ya lo cantaban en sus conciertos.
Mi desconcierto, o mejor, mi escepticismo, se acrecienta a causa de mis orígenes, puesto que soy otro hijo de la emigración aragonesa en Barcelona. Mis padres, aragoneses de idioma catalán (él de Estopiñán/Estopanyà y ella de Cretas/Queretes), me criaron en un barrio de mayoría castellanohablante. La paradoja era que nuestros vecinos de escalera nos llamaban «los catalanes». Ni a mis padres ni a mis abuelos se les pasó por la cabeza desmentirlo. En mi época, además, el catalán no existía en la escuela ni en los medios de comunicación. Por eso, los largos veranos en Cretas/Queretes eran mi particular «inmersión lingüística» fuera de la familia. Supongo que esta inmersión quedó asociada para siempre a la felicidad de las vacaciones, de ahí, quizá, mi amor enfermizo por la lengua de mis padres. Pero esto es tema de psicoanalista. Sin abandonar ese paraíso estival de mi infancia, recuerdo nítidamente a mi abuelo Ramón cruzando, con su particular ‘estilo’ de natación, el azud del río Algars y, cuando estaba en la parte catalana me decía (traduzco): «Ves? En este lado hablo catalán, y cuando vuelva, chapurriau otra vez». Y se reía.
Acabo como he empezado, confesándome desconocedor de lo que significa la ‘identidad nacional’. Existe la ciudadanía legal, fruto de nuestro lugar de nacimiento o residencia, la que aparece en nuestro DNI. Pero existe también la identidad cultural, que aunque no se basa únicamente en el idioma, es quizá el rasgo más llamativo, lo que nos hace sentir que formamos parte de una comunidad. Ya lo decía Josep Pla: «El meu país és allà on, quan dic ‘bon dia’, em responen ‘bon dia’» («Mi país es allá donde, cuando digo ‘bon dia’ me responden ‘bon dia’»). Según mi punto de vista, esta «identidad cultural» depende a partes iguales de nuestra herencia familiar y de nuestro entorno, pero también, y no menos importante, de nuestra elección personal. Después, a ese colectivo, cada uno lo llamará como mejor le parezca: nación, país, patria, estado, región…
En definitiva, en temas de identidad, como en el amor, no es prudente dar consejos ni pontificar. Sólo nos queda escuchar al otro y comprobar que, aunque no nos lo parezca, al final todos somos semejantes.
Una breve impresión de la mesa redonda
Como auguraba en el colofón de mi intervención, la mesa redonda fue muy constructiva. Los tópicos sobre el nacionalismo emitidos desde la España monolingüe quedaron muy matizados por mis compañeros de mesa y por la mayoría del público. Mi intervención quiso ilustrar la realidad que se vive en la frontera identitaria, donde una de las identidades es fuerte y saludable (tanto que no le hace falta reivindicarse) y la otra débil y denostada. Es lo que Michael Billig llama, muy acertadamente «nacionalismo banal»[2], cuya presencia en todos los estamentos y sensibilidades la sufrimos los que poseemos una identidad cultural diferente de la predominante y no queremos renunciar a ella, sino vivirla con plenitud y normalidad.
[1] Es lo que sucedió, por ejemplo, con el estudio Literatura oral a Faió, Favara, Maella i Nonasp (Oriol, Carme; Navarro, Pere; Sales, Mònica. Col. ‘Lo Trill’ n. 13. As. Cultural del Matarranya / Institución Fernando el Católico, 2012). Se habían hecho otros trabajos por parte de investigadores que no usaban la lengua materna de los entrevistados, con resultados sesgados. El Dr. Artur Quintana nos lo explica en el prólogo:
«Una cosa parecida se intentó hacer en la comarca del Bajo Aragón-Caspe con la obra Cultura Popular en la Comarca del Bajo Aragón-Caspe / Baix Aragó Casp publicada el 2007 que no fue bien del todo, ya que la obra, por una parte, dedica mucha más atención a las costumbres que a la literatura oral, y por otra la recopiladora, que hizo las encuestas en castellano, no consiguió estimular adecuadamente a sus informantes de lengua materna catalana a hablar en esta lengua. En la recopilación casi solamente son en catalán los textos fijados, básicamente por la rima o el ritmo; el resto son en castellano. Ha habido otra recopilación donde, a pesar del uso del castellano por parte del recopilador con informantes de lengua catalana, se han conseguido buenos resultados —es el caso del libro de cuentos Despallerofant de Carlos González—, pero es una actitud a la que solo se debería recurrir en casos extremos. Es bien sabido que en situaciones de avanzada bilingüización y fuerte discriminación, como la que sufre la lengua catalana, hace falta mucha compenetración entre un encuestador que solo habla en la lengua dominante para que el informante responda en la lengua dominada y, en el caso de hacerlo, sin excesivas interferencias. »
[2] Billig sostiene que en las naciones estables, sin problemas identitarios, se produce un recordatorio permanente a sus ciudadanos de que constituyen una nación y, sin embargo, sus dirigentes políticos no son denominados «nacionalistas» a pesar de que el nacionalismo está siempre presente detrás de sus discursos, así como en los productos culturales, e incluso en la estructura de los periódicos (información nacional, información internacional). El profesor de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid José Luis Sangrador, escribe en su libro Identidades, actitudes y estereotipos en la España de las autonomías, (Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1996): «Cuando los ciudadanos de estas “pequeñas” nacionalidades hacen gala de una fuerte identificación “nacional”, pueden ser tachados de “nacionalistas” por los grandes Estados-nación, que no parecen entender que ellos mismos no son otra cosa sino un producto histórico del nacionalismo. De este modo, y como advierte Billig (1995), el nacionalismo propio se presenta por el Estado-nación como una fuerza cohesiva y necesaria bajo la etiqueta de “patriotismo”, mientras que el nacionalismo “ajeno”, más aplicado a las nacionalidades subsumidas en tales Estados fuertes, se presenta como una fuerza irracional, peligrosa y etnocéntrica. (Fuente: Wikipedia)
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