VADILLO
El caso de Humberto Vadillo, el nuevo director general de Cultura del Gobierno de Aragón, es inquietante por varias razones. En primer lugar, parece indicar que el PP aragonés no tiene a nadie razonable que situar al frente del departamento, o que la formación se encuentra a una distancia astronómica de la realidad. Y también demuestra que la cultura y los profesionales de la cultura se han convertido en un chivo expiatorio.
El PP ha ganado las elecciones y tiene potestad de nombrar a quien considere oportuno. Sin duda hay muchas cosas que corregir en la gestión de la cultura aragonesa, y un cambio después de doce años de gobierno PSOE-PAR puede ser positivo y acabar con inercias y vicios. No creo que la cultura tenga que ser de izquierdas. Me tomo en serio muchas ideas conservadoras y liberales, y me molesta el rechazo automático a la derecha, que puede aportar cosas buenas a la gestión de la cultura.
Pero el nombramiento de Vadillo prueba una vez más que en Aragón el surrealismo surge de forma casi natural: el equivalente sería poner a Lorena Bobbit al frente de una planta de urología. Sus textos demuestran que pertenece a esa ultraderecha española que se ha apropiado de la palabra liberal, pero cuya ideología se parece al liberalismo como una escoba a una pecera. No es un intelectual, es unhooligan. Las convicciones de Vadillo están por encima del consenso científico. Niega la existencia del aragonés, del que existen abundantes testimonios, y tien un oído extraordinario, que le permite distinguir a la primera entre el catalán, el valenciano y el chapurriat, lo que constituye una prueba de que décadas de investigación filológica no tienen nada que hacer ante una oreja divinamente inspirada. Claramente se trata de una mezcla de ignorancia y mala fe, pero es difícil conocer las proporciones exactas.
Al ver su entrevista en Periodista Digital uno tiene la misma duda. Dice que, entre las cavernas y el romanticismo, los artistas vivieron siempre del mercado. Tras un periodo que se salta, pasamos al New Deal en EEUU y a 1946 en Gran Bretaña, cuando, gracias al malvado Keynes, el Estado empieza a subvencionar las artes, junto a otras ideas al parecer malas, como la sanidad pública y la educación pública en vez de una educación privada prestigiosa (que siguió existiendo aunque Vadillo habla de ella como si hubiera muerto). Según Vadillo, desde entonces, a los artistas les da igual que sus obras gusten al público: puesto que tengo cierta experiencia como autor y puesto que conozco a muchos otros autores, sé que eso es mentira. Siempre he visto el libre mercado en la literatura como un lugar en el que puede haber sitio para todos. Los creadores y comerciantes de la cultura tienen opiniones muy distintas sobre muchos aspectos, pero todos aceptan el mercado como una realidad. Todos estamos nadando en Peñíscola y el director general nos recrimina ignorar el Mediterráneo.
En un momento antológico, explica que Miguel Ángel no podría subsistir en nuestros subvencionados días: la tarea sería imposible para un tipo hosco y desapacible como él. Para aceptar los argumentos de Vadillo –que por cierto parece desdeñar el arte de vanguardia- habría que olvidar a los poetas o pintores que estaban vinculados a las cortes y a los nobles, además de los trabajos arquitectónicos hechos para ciudades o para la Iglesia: Las Meninases un retrato de la familia real. Por el mismo despeñadero lógico, concluiríamos que los escritores de la Unión Soviética, a fin de cuentas, vivían del mercado existente. Resulta difícil pensar que el Antiguo Régimen fuera una economía de libre mercado, o que el patrocinio de aristócratas y nobles fuera preferible al patrocinio de un Estado que representa a ciudadanos iguales ante la ley. Vadillo construye una edad de oro totalmente falsa, como si nos hubiéramos caído de un mercado original. Al contrario: el libre mercado es una conquista y está vinculada con la modernidad y la libertad individual, un elemento esencial para que los artistas reivindicaran su independencia.
Vadillo parece tener poca simpatía por Francia, y en un artículo contra el bobo panfleto de Stéphane Hessel, Indignaos, dice que, además de ese libro, el país vecino nos trajo la sífilis. Es un chiste, y no muy bueno, quizá un poco mejor que su broma de “Marcelino Ovino” para Marcelino Iglesias. No podemos exigirle que sea gracioso, pero, si es lo mejor que se le ocurre decir sobre un país al que debemos muchas de las mejores cosas de la humanidad, resulta francamente desolador. Sin embargo, lo más curioso es que Vadillo propone una excepción cultural a la inversa. Podemos discutir sobre el dinero que deben recaudar los Estados, y sobre si los Estados deben ser mayores o menores. Pero el argumento contra el arte contemporáneo por su elitismo es profundamente demagógico –y pasa por alto que el Reina Sofía, ese museo lleno de cuadros que según él no interesan a nadie, tuvo 2.300.000 visitantes en 2010-, porque todos pagamos impuestos por cosas que no nos afectan directamente, y por cosas que no vamos a disfrutar: me parece bien que parte de mis impuestos vayan destinados a la educación aunque no tengo hijos, o que haya buenas carreteras y asistencia sanitaria en pueblos a los que no pienso ir. Aunque quizá Vadillo no esté de acuerdo, supongo que la mayoría de la gente cree que esas cosas deben existir, pero hay infinidad de ejemplos de sectores que serían inviables sin dinero público: agricultura, deporte, construcción, periodismo, automóviles, actos religiosos. La lista podría ser infinita. Algunas de esas ayudas son discutibles. Sin embargo, los esfuerzos para mantener esos puestos de trabajo nunca se cuestionan. Los trabajadores de esos sectores no tienen que sufrir insultos.
Esa demonización de la cultura se ha puesto de moda en los últimos años. Uno de los grandes perjudicados ha sido el cine español. Un sector marginal pero ruidoso percibe a los creadores como el enemigo, de una manera metonímica, porque las posiciones políticas no son homogéneas, y extraña, porque a lo mejor hay mineros a los que no les gusta mucho un partido político. Entonces se puede acabar con ellos: les convierten en parásitos sociales, en “cineastas y titiriteros”, como dice Vadillo, en privilegiados millonarios que roban al pueblo (y eso se redondea con la izquierda más estúpida, defensora de la cultura gratis). Esa imagen de los profesionales de la cultura es una construcción, es falsa y es una tragedia que aleja a los ciudadanos de una parte esencial del imaginario de su país.
Dolores Serrat debería destituir a Vadillo. O él, que cree que la cultura no debe recibir dinero público, debería empezar por ahorrarnos su sueldo. La única esperanza es que, como ocurre con algunos radicales, el contacto con la realidad le haga replantearse algunas cosas: así, quizá vea que sus ideas son irrealizables y están fuera del contexto de la gestión de la derecha en España y en los países de nuestro entorno, o en Estados Unidos, un país que, pese a sus guerras culturales, siempre ha valorado a sus creadores y ha inventado maneras de potenciar su industria cultural y al que, como a Francia, admiramos entre otras cosas porque ha sabido acoger a artistas y pensadores de muchos lugares.
La inmensa mayoría de la gente que se dedica a la cultura en Aragón son profesionales que intentan vivir de su trabajo dignamente, que generan ingresos y pagan sus impuestos, y que intentan vender su producto en el mercado. Entre ellos hay artistas, escritores o músicos, pero también muchos técnicos y comerciantes. No abundan los millonarios. Existen ayudas y la administración ha sucumbido a menudo a una tentación de control, prefiriendo gestionar cosas que podrían haber llevado empresas y a veces torpedeando la independencia de esas empresas, pero también hay muchísima iniciativa privada, sostenida con esfuerzo, talento y respeto al público. Es un sector económico importante, que debe ser apoyado como otras industrias, y cuando digo apoyado no quiero decir regado con dinero público, sino que la administración debe facilitar las actividades profesionales. Y además de eso, que debería preocupar un poco al director general, la administración debería recordar que la cultura existe y da un valor añadido a un territorio, y es algo mucho más grande e importante que Vadillo o que unos creadores particulares.