Comprendo la indignación de los catalanes
Y la comparto, soy aragonés y los entiendo. Sé que esta vez lo que les duele no es la bolsa, aunque también, pero más que nada el corazón, y por eso sin duda se sienten heridos. Al leer el editorial publicado conjuntamente por la prensa catalana: “La dignidad de Catalunya”, me acordé inmediatamente de Aragón y de la Ley de Lenguas que se debate en las Cortes. Y por tanto de mi propia lengua, en la que me acunaron con esta preciosa nana: “A nonon, a nonnon / tu mare està al forn / tu pare al molí / te faran una coca / amb oli i sagí”, y en la que aprendí a hablar por vez primera. Y me dije que si a la lengua catalana se le ponen trabas hasta en Catalunya ¿cómo puede extrañarnos que aquí se la maltrate? Pero si en Aragón, siendo una de las nuestras, se la rechaza como algo que “no tiene nombre” ¿la van a respetar los castellanos y el resto de los españoles?
Hay preocupación en Catalunya y algo más que preocupación: “Hay un creciente hartazgo por tener que soportar la mirada airada de quienes siguen percibiendo la identidad catalana (…) como el defecto de fabricación que impide a España una soñada e imposible uniformidad. Los catalanes (…) hablan una lengua que, en vez de ser amada, resulta sometida tantas veces al obsesivo escrutinio por parte del españolismo oficial, y acatan las leyes, por supuesto….” Pero nos advierten de que en estos días “ pensen, sobretot, en la seva dignitat i convé que se sàpiga”.
¿ En qué pensamos los aragoneses? ¿En Gran Scala? Obiamente, no. Se nos dijo que era lo más importante que podía sucedernos desde los tiempos de Fernando el Católico. Pero aquello era un cuento, y la obsesión era otra: ni siquiera los bienes de la Franja, sino la lengua de la Franja es su obsesión. Y bien sabemos que algunos, si por ellos fuera, cambiarían por esos bienes la propia lengua.
Estamos a punto de cometer un descosido donde hay hilo suficiente para hacer un buen zurcido, incluso un bordado si sabemos salvar las diferencias donde hay que salvarlas: en las costuras de la antigua Corona de Aragón y por tanto de España, en uno de los confines históricos más importantes de nuestra patria común, una nación de naciones que tiene ya sitio en Europa y, en ella y con ella, su lugar en el mundo. No hagamos un mal remiendo precisamente aquí, en Aragón, cuando podemos ser quizás medio y remedio, atenuante o paliativo al menos de la intransigencia y de la intolerancia proverbial que nos desgarra y de la que se acusa todos los españoles.
No me considero nacionalista salvo en un sentido muy amplio en el que todo cabe dentro de un orden. Y no entiendo eso de la “dignidad de Cataluña”, que me suena como la profesión de un credo. O como la “dignidad de la Montaña” de la que hablan algunos ecologistas. No congenio con los “istas” y sospecho en general de todos los “ismos”. La dignidad la tienen, y la pierden, las personas. Por otra parte , atribuir una conciencia al pueblo o a la nación me parece una licencia literaria para un auto sacramental en el que habla todo dios, pero que la ciencia no puede permitirse. Cuando no crear una “hipóstasis” para hablar en su nombre y en provecho propio, como hacen algunos políticos nacionalistas y se sospecha de muchos clérigos.
El nacionalismo es un sentimiento compartido que afirma la identidad de un pueblo como nación y revindica un estado nacional para ese pueblo. Pero nación se dice de muchas maneras: una como identidad cultural, étnica o comunitaria, que precede al Estado moderno; otra como pueblo que sigue al nacionalismo y, movilizado por éste, no para hasta conseguir para sí la forma de un Estado nacional; y, por último, se dice del conjunto de todos los ciudadanos en los que reside la soberanía del Estado. La nación, en este sentido revolucionario, no excluye a la nación en el primer sentido; pero no la supone necesariamente y construye otra identidad común en la que quepan todas, salvando las diferencias dentro de un marco de convivencia libre. Defenderé siempre cualquier identidad frente a los otros: en relación, y nunca contra los otros. Por eso no renuncio a nada que pueda compartir con otros, al contrario: me parece que lo mejor de nosotros es lo que nos une con otros. Y entiendo que el diálogo es la palabra cabal, la que da sentido a las lenguas. Si en eso no estamos de acuerdo, si no nos entendemos en eso, ¿para qué seguimos hablando?
José Bada
27.11.2009